Crónica: "Morir solo en Nueva York"

El texto que les propongo a continuación es una crónica realizada por el periodista del diario norteamericano "New York Times", N. R, Kleinfeld. Este material cumple con todas las características propias de una crónica periodística y debido a su calidad estética e informativa es una firme candidata a ganar el premio Pulitzer, que premia artículos impresos y en linea en los Estados Unidos. 


Su cuerpo apareció en la sala. La policía lo encontró acurrucado sobre una alfombra sucia. Una vecina dio la alarma, alertada por el olor fétido que salía del apartamento, en un edificio cualquiera de la calle 79, al norte de Queens.

La vivienda le pertenecía a un tal George Bell que vivía solo, así que era fácil suponer que el cuerpo era suyo. Poco más que una suposición. Estaba descompuesto. Era evidente que el hombre no había muerto el 12 de julio del año pasado, el mismo sábado que descubrieron su cadáver. Llevaba tiempo allí.

Sus vecinos le habían visto por última vez seis días antes, el domingo. El auto que movía de lado a lado de la calle para evitar las multas de tráfico se había quedado desde el jueves en el lado equivocado con una sanción en el parabrisas. Su vecina le llamó por teléfono sin obtener respuesta.

Fue entonces cuando el olor a muerto y la visita de la policía explicaron por qué George Bell no había movido el auto.

Cincuenta mil personas mueren cada año en Nueva York. Una cifra que no deja de disminuir. Se vive más y mejor. La mayor parte de quienes mueren tiene amigos y parientes que se enteran de inmediato. Se publican esquelas. Se escriben tarjetas de pésame. Cuando muere alguien conocido o asesinan a un inocente, la ciudad entera lo lamenta.

Unos pocos mueren solos, sin testigos. Nadie reclama sus cuerpos, nadie guarda luto. Apenas un nombre en una lista. En la de 2014, George Bell, de 72 años, fue uno de ellos.

George Bell, nombre simple, dos sílabas. Sin respuestas sobre quién era, cuál fue su vida, qué le preocupó, a quien amó o quién le amó. Como la mayor parte de los neoyorkinos, su vida transcurrió al margen.

Pero su muerte, aun en soledad, desató un proceso sofisticado. Implicó a una serie de personas que dependen, en parte o en su totalidad, de la muerte.

En el caso de George Bell, la casualidad viajó desde Queens hasta el norte del estado de Nueva York pasando por Virginia y Florida. Docenas de personas que nunca le conocieron, ruedas del engranaje de la muerte que mueve la burocracia, terminaron resolviendo los asuntos de un hombre que dejó el mundo sin hacer ruido.

Con cada muerte aparece una historia de vida, tal vez algún significado. ¿Podría explicar alguien el final en soledad de Bell? Tal vez no. Murió llevándose secretos. Sobre su vida y quienes le importaron. Sobre penas y alegrías. Es lo que tiene la muerte. Cierra unas puertas al tiempo que abre otras.

CUANDO LOS BOMBEROS forzaron la puerta, la policía irrumpió en una vivienda llena de cosas, la parodia grotesca de un lugar “acogedor”. No cabía duda de que se trataba de uno de esos ancianos, aquejados de Síndrome de Diógenes, que lo acumulan todo.

Llamaron al forense, que entra en escena cuando el motivo de la muerte no está claro o se trata de cuerpos sin identificar. Incluso cuando se trata de un esqueleto hay que declararlo muerto. Un perito buscó pruebas que ayudaran a localizar a algún familiar o identificar el cuerpo. En poco tiempo constataron que no había crimen (sin signos de que se hubiera forzado la cerradura, heridas de bala o sangre coagulada).

Cerraron la cremallera de la bolsa. Lo llevaron al Hospital de Queens y lo congelaron en la morgue.

Los vecinos no le conocían parientes. Los agentes encontraron nombres y teléfonos en el apartamento. Los llamaron sin resultado: No tenía esposa ni hermanos. La policía calcula que localiza parientes en un 85% de los casos. No en este.


En la morgue de Queens, los profesionales entraron en escena. Cerca del 90% de los cadáveres que ingresan en los depósitos de la ciudad son identificados a través de fotografías por parientes o amigos. La mayoría salen para el cementerio en días. En el resto de los casos, las cosas se complican.

Lo más fácil suelen ser las huellas dactilares; si no funcionan, se recurre a los expedientes médicos. Como último recurso, el ADN.

Tardaron días en tomar huellas debido al estado de los dedos. El resultado tampoco ofreció respuestas.

TRANSCURRIDOS NUEVE DÍAS sin encontrar familiares cercanos, el forense informó del deceso al albacea de oficio del Condado de Queens, que opera cerca del edificio de la Corte Suprema del Estado. Sus modestas instalaciones se encuentran al lado de un Tribunal conocido como de viudas y huérfanos, que legaliza testamentos y dirime todo lo relacionado con los fallecidos.

Cada condado de la Ciudad de Nueva York cuenta con un albacea que gestiona las herencias de quienes fallecen sin testamentar o sin herederos.

Los albaceas sólo llaman la atención cuando surgen quejas sobre su capacidad, honorarios o su tendencia a pasar por alto la depredación del cargo en la que incurren algunos políticos. También cuando actúan ilegalmente. El año pasado, el contable del albacea de un condado fue sentenciado a prisión por robarle a los muertos.

Auditorías recientes han sacado a la luz una disfunción alarmante en ambas instituciones. Sus responsables se defendieron diciendo que son exageraciones. La última inspección en 2012 no encontró nada significativo.

El departamento emplea a 15 personas en Queens y procesa unos 1.500 decesos al año. Lo dirige Lois M. Rosenblatt. La mayoría de los casos vienen de asilos, otros llegan desde medicina forense, tutores legales, policía, o funerarias. La mayor parte de los patrimonios que gestiona no llegan a 500 dólares, pero han manejado hasta 16 millones. Las cantidades pequeñas se procesan rápido. Las grandes llevan entre uno y dos años.

La oficina cobra una comisión del 5 por ciento por los primeros 100.000 dólares. Esa cantidad disminuye progresivamente. El dinero pasa a la ciudad. Un 1% se destina a cubrir los gastos de la propia entidad. Su abogado, Gerard Sweeney, lleva 23 años en el cargo y cobra una cantidad inicial de 6 por ciento de los primeros $750.000 dólares.

“En Nueva York te puedes morir en total anonimato”, le gusta decir, “hemos tenido casos de gente que llevaba meses muerta. Nadie los encuentra, nadie los extraña”.

El hombre que se cree que fue George Bell, para Rosenblatt, un caso más.

Mientras tanto, al forense le bastaría con unos rayos X para confirmar la identidad. La institución tomó radiografías pero sin registros con qué compararlas, de poco sirvieron.

El departamento no sabía quiénes habían tratado a este hombre, así que comenzaron a llamar a hospitales y médicos del barrio. A quien contestaba el teléfono le preguntaban si George Bell había sido su paciente.

En la oficina del condado trabajan tres investigadores que peinan las viviendas de los fallecidos y buscan pruebas de qué pudieron poseer en vida o de quienes pudieron ser sus familiares. Es un trabajo peculiar ese de ver lo que alguien guardó, lo que colgó en las paredes o cual era su desodorante favorito.

El 24 de julio, dos investigadores, Juan Plaza y Ronald Rodríguez, ingresaron en el apartamento de Bell. Trabajan en pareja para que sea más difícil que alguno robe.

Habían visto cosas peores. Como una vivienda tan llena de cosas que su inquilina murió de pie porque era imposible caerse. O un lugar del que tuvieron que salir espantando pulgas.

Y sí, pocos han visto lo que ellos.

Plaza se dedicaba a la captura de datos antes de comenzar este trabajo en 1994; Rodríguez fue camarero y se interesó por esto en 2002.

¿Qué se requiere para poder desempeñar este empleo? Rosenblatt, su jefe, lo resume: “Gente que esté dispuesta a entrar a estos apartamentos nauseabundos”.

Rebuscaron entre la anarquía del apartamento, de 74 metros cuadrados. El aire, denso y hediondo. Plaza se aplicaba sin parar un Vicks en la nariz. Rodríguez parecía más duro. El Vicks le molesta.

Por única cama, el sofá. Parecía que alguien había saqueado dormitorio y baño. La cocina estaba llena de basura, inservible. En una lista de la compra llena de manchas se leía: sal de mar, ajo, zanahorias, “Guía de televisión”.

El grifo no funcionaba. Hacía mucho que la estufa no se usaba para cocinar.

Los hombres hurgaron entre la basura en busca de un testamento, cuentas bancarias, una libreta de direcciones, una computadora o un teléfono. Ese tipo de cosas. Fotografías de parientes, ¿la mujer que aparece sobre la chimenea podría ser la madre o la hermana?

Los objetos de valor se irían con ellos. ¿Es un Vermeer lo que cuelga del muro? Llévatelo. Una vez encontraron $30.000 dólares en efectivo; otra descubrieron un Rolex escondido en una radio. Sus expectativas no son altas: en una ocasión, dieron con una foto del muerto vestido de la Orden de Malta.

Encontraron 241 dólares en billetes, 187,45 en monedas y un reloj plateado que no parecía especial, pero que se llevaron por si acaso.

Colgado en el baño, un calendario abierto en el mes de agosto de 2007.

En las paredes una cabeza de oso, cuernos de toro y fotografías de aviones y barcos de guerra. Sobre el sofá, en la pared, una serie de fotos de un paracaidista a punto de tocar tierra, junto con un certificado del primer salto de George Bell en 1963. Cajas vacías de comida china y pizza. Las estanterías, llenas de cintas de audio y video: “Top Gun” o “Braveheart”.

La acumulación es un trastorno mental que lleva a la gente a actuar de manera incoherente; compran productos sólo por tenerlos. En el desorden había media docena de fundas para mesa de planchar o paquetes de luces navideñas sin usar.

Los investigadores regresaron otras dos ocasiones para llevarse papeles y otros $95 dólares.

Hurgar entre las posesiones de los muertos, percibiendo su miseria, ha cambiado a estos hombres.

Rodríguez, de 57 años, divorciado, siente la urgencia. “Trato de vivir la vida como si fuera el último día”, dice, “nunca sabes cuándo te vas a morir”.

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