Crónica: El parque de mi ciudad


El parque de mi ciudad
Patricio Salazar
Dicen que los domingos son los días más aburridos y que no hay más que  hacer que mirar televisión, estar con el celular en cama o dormir. La gente camina por las calles como detenidas en cámara lenta, los automóviles se desplazan despacito y casi a paso de hombre, es que los domingos no hay apuro. Ni siquiera el viento parece estar de humor para mostrarse, las ramas de los árboles permanecen inertes como en una fotografía, sin brisa alguna que haga danzar sus hojas secas en esta  tarde otoñal. En casa, cuando todos los integrantes de mi familia pensaban como matar el aburrimiento, una vocecita exclamó, “¡Vamos al parque!” Era Emma, la más chiquita de la familia y parecía saber cómo contrarrestar la casi podría decirse, tristeza y monotonía que el domingo por la tarde suele contagiar.
Sin dudarlo subimos todos al auto y partimos directo hacia el parque de diversiones que hacía varios meses estaba en mi barrio, yo lo había visto al pasar por la rotonda del Indio y justo al frente estaba su ingreso principal. Cuando iba hacia mi trabajo siempre estaba cerrado porque pasaba por la mañana y los días de semana. Al tomar en dirección hacia donde ya sabía se encontraría el famoso parque comencé a notar algo extraño, los vehículos que antes parecían moverse en cámara lenta, ahora iban rapidísimo, apresurados, casi como en una carrera que tenía por premio ganarle al reloj la mayor cantidad de minutos posibles ¿será porque el sol comenzaba a ocultarse tras el cerro Ambato? O tal vez porque los conductores de dichos vehículos estaban siendo apresurados por los pasajeros infantiles, quienes querían  llegar lo antes posible al parque de diversiones. Así me ocurría a mí también, a tal punto que tuve que poner en mi voz firmeza y decir: "¡CALMA, YA FALTA POCO, ESTAMOS CERCA!" No me di cuenta que anochecía y las luces de las calles ya iluminaban el camino. Allá a lo lejos, detrás de las casas altas de dos pisos que están cerca del parque se observaba un gran resplandor que antes no había visto, es que yo por aquí siempre paso de día y camino hacia el trabajo, como sea, hacia ese resplandor íbamos nosotros.
A medida que nos acercábamos el misterio se fue develado, ese resplandor era una imponente vuelta al mundo de casi tres pisos de alto que ya se podía distinguir dos cuadras antes de llegar a nuestro destino, por supuesto que eso de los tres pisos de alto lo confirmaríamos al subir a lo que es la atracción principal del parque. Lo que si pude notar antes de llegar es que en el habitáculo del auto un silencio como de biblioteca se hizo presente, los chicos habían quedado tan impresionados con esa imagen a la distancia de la vuelta al mundo, que sus ojos parecían dos monedas redondas, de esas grandes que aparecen en las películas de piratas.
Cuando por fin llegamos comenzó la locura, la desesperación de los chicos por ingresar era tal que parecía como si tuvieran hormigas en sus zapatos, no solamente en los zapatos de mis hijos, sino en los de todos los niños ahí presentes, porque se escuchaban risas, gritos de alegría que se mezclaban con la música, los coperos ofreciendo a viva voz algodones de azúcar, pochoclos y pralinés. Mmm... praliné, sin querer me acorde de mi madre “¿Qué estará haciendo mi madre ahora?” Es que el olorcito a praliné me transportó mágicamente a mi niñez y a mis tantas idas al parque con mamá. De repente, alguien jalándome de la remera me volvió a la realidad, Emma decía: “¡Papi papi, quiero subir al gusano loco!”
A mi derecha estaba el tradicional gusano loco con su color amarillo de siempre, era el primer juego que te daba la bienvenida apenas entrabas, caminamos hasta el centro del parque y desde allí se podía ver todo las propuestas del lugar. El gusano loco, los helicópteros que dan vueltas, la infaltable calesita con sus caballitos y autitos de colores, un gigantesco pelotero al que llamaban la caminata lunar en la que hasta yo podría saltar porque era inmensa. Estaba el tradicional puesto que desafiaba a quien se anime a pegarle al tarro con la pelotita de tenis, allí el premio era un muñeco pasado de moda, percudido por el largo tiempo que estuvo en esa vitrina improvisada para la ocasión. A pesar de todo lo dicho, daban muchas ganas de pagar un boleto para tratar de ganar ese deslucido premio, que más que su valor monetario, el verdadero premio sería presumir de mi buena puntería.
La noche avanzaba y por lo frío del aire se hacía cada vez más tarde, la gente parecía no notarlo, los ánimos seguían más ávidos que nunca y más familias seguían llegando. A lo lejos me pareció escuchar mi nombre, no se escuchaba bien, yo estaba cerca de unos parlantes que parecían ya de mucho tiempo y con mucho uso, no sonaban bien pero tenían mucho volumen y la canción de Piñón Fijo era inconfundible, le ponía clima de fiesta a la inmensidad del predio en donde estaban los juegos. “¡¡Papi, papi!!” Sonaba a lo lejos, era mi hija Isabela, la del medio, “¡¡Paaaaaá!!” Se escuchó otra vez “¿Dónde está?” pensé, no podía verla pero si escucharla, la voz venía desde arriba, mire hacia arriba, y más y más arriba, ¡ahí estaban! A casi tres pisos de altura, ella y mi esposa, verdaderamente era imponente ese juego y literalmente estaban a tres pisos de altura, casi inalcanzables con la vista, chiquititas a la distancia, disfrutando de la atracción principal a la que todos querían subir. La gran fila de gente que cruzaba el parque desde el gusano loco ubicado en el ingreso, hasta este juego majestuoso que se encontraba al fondo del parque, demostraba que era la atracción principal, era La Vuelta Al Mundo.
La más pequeña de mis hijas seguía colgando de mi mano y señalando un juego en especial, uno que habría pasado inadvertido para mí si no hubiera llamado su atención, “a ese juego quiero ir, papi!”dijo ella, definitivamente no era un juego para niñitas de 5 años, eran las sillas voladoras, una especie de calesita que daba la impresión de ir a 100 kilómetros por hora, solo que sin los caballos y cochecitos de colores, tenía sillas sujetas por largas cadenas que al a echar a andar parecían que saldrían despedidas por los aires con tripulante y todo, definitivamente, no era un juego para niñitas de 5 años y  aunque aplaudí su valentía, mejor nos fuimos a la calesita tradicional.
Nos detuvimos a comprar los boletos para la calesita y en la boletería estaba una señora que por su edad parecía una típica abuela jubilada, con su cabellera recogida que dejaba entrever algunas canas entre su cabello teñido de castaño, anteojos pequeños y delicados, un chal sobre los hombros porque hacía frío, la típica señora que en vez de estar vendiendo boletos para juegos a esa hora de la noche, la imaginamos tomando mate en su cama, calentita, viendo alguna película o el noticiero.
- “¿Le gusto el parque?” me dijo, después de darme los tickets para los juegos.
- “Si señora, muy lindo ¿Ud. es la dueña?”, le pregunté.
- “Si mijo, es un negocio familiar, con mi esposo Carlos que está operando la vuelta al mundo y mi hijo Carlitos que se encuentra allá, en el gusano loco. Yo soy Beatriz y como verá vendo los boletos. Nosotros somos de Mendoza sabe, pero vinimos a Catamarca porque nos gusta la gente y el lugar. ¡Hoy está lindo, vinieron muchos clientes! El domingo es el único día que trabajamos bien. Está muy pobre la cosa y hay que aguantar” dijo ella y me regalo una sonrisa. Se podía ver en la señora que a pesar de estar trabajando en un lugar tan lindo y además siendo la propietaria, estaba angustiada por algo más que sus palabras dejaron entrever.
También me contó que durante la semana apenas si hacían para los gastos del parque, entre personal, comida y otros insumos "salían empatados" y aunque podría quedarse en su casa y vivir de su jubilación, el parque era una pasión que compartían con todos los integrantes de su pequeña familia. Finalmente ella contó que su pena era  porque esa noche de domingo sería su última función y que al día siguiente estarían desarmando todo para marcharse. La escuche asombrado y me despedí.
Miré buscando a mi familia entre todos los que estaban en la vuelta al mundo esperando su turno, allí sobresalía un señor alto y de buena presencia, con cabello blanco que evidenciaban una edad como de 65 años, era Carlos, el marido de la dueña. Él organizaba a los niños y a los adultos, los sentaba en las butacas de la vuelta al mundo en parejas, colocaba la traba de seguridad y la probaba dando pequeños tirones para mostrar que estaba bien trabada. Recién entonces se dirigía hacia una palanca grande y larga, como las palancas  que tienen los tragamonedas de los casinos, la activaba y la vuelta al mundo comenzaba su gran show de luces y grandes vueltas, una mezcla de miedo, vértigo y diversión.
Ya estábamos casi al final de nuestra visita al parque, nos quedaba un pendiente, el gusano loco que habíamos visto al inicio de nuestra odisea, ahí estaba mi familia esperando que regresara y también estaba Carlitos, el hijo de  la dueña. Carlitos no era un muchachito como lo había imaginado, era un hombre como de unos 45 años con cara de gordito bonachón, me acerqué y le di dos boletos para mis niñas, sólo nos quedaban dos, él dijo con una voz cálida y amistosa como la de un familiar, como la voz de un amigo de siempre “¡suban, suban todos, hoy es nuestra última función, mañana nos vamos, suban que yo los invito!” así que subimos todos, hasta yo me animé. Fue emocionante, debo admitir que me sentí extraño al estar otra vez emocionado en un juego tan simple como el gusano loco, ya había olvidado cuánto me gustaba y lo mucho que me divertía de niño con este juego. Es así que disfrutamos de la  última función del parque, casi como por un golpe de suerte, fue idea de Emma la más chiquita de la familia.
Mirando a los chicos corriendo de aquí para allá, de juego en juego y de la mano de sus padres, me di cuenta que son muy pocas las cosas que hacemos al aire libre, en familia y lejos del celular, redes sociales o la tecnología, todo con una simple visita al parque, ¿Quién no añoró alguna vez volver a esos tiempos de alegría y emoción, sin las preocupaciones típicas de la adultez que disfrutábamos siendo niños?
Hoy lunes pasé otra vez al volver del trabajo por frente del ingreso al parque, pero ya no estaba allí, la vuelta al mundo ya no asomaba desde dos cuadras antes de llegar, ni había resplandor cuando estuve frente a su entrada principal. La imagen que recordaba en mi mente en nada se parecía a lo que estaba viendo ahora, era como si un gran viento zonda hubiera derribado todo a su paso, ahora solo quedaban fierros apilados uno arriba del otro, caballitos de colores, autitos y helicópteros en la caja de una camioneta vieja. Alcance a distinguir a lo lejos tres figuras, en medio de la nada, levantando y apilando lo que parecían fierros retorcidos y despojos de un edificio derrumbado, ahí estaban sólo tres personas en semejante predio que ahora parecía más grande que antes, estaban una típica abuela jubilada, un señor alto de buena presencia con  cabello blanco y un hombre como de unos 45 años con cara de gordito bonachón, eran ellos: Beatriz, Carlos y Carlitos. Mamá, Papá e hijo compartiendo una misma pasión, una misma sensación, esa que yo también sentí en su última noche en mi ciudad, la sensación de volver a ser niño otra vez, aunque sea en los minutos que dura un juego.
Y aunque yo reviví la experiencia en primera persona, ojala algún día no muy lejano vuelva a brillar el resplandor en la vuelta al mundo en el  parque de mi ciudad. 
Patricio Salazar
(Alumno de Locución para Radio y TV)

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